REVOLUCIÓN CULTURAL

"En el mundo actual, toda cultura, toda literatura y arte pertenecen a una clase determinada y están subordinados a una línea política determinada. No existe en realidad, arte por el arte, ni arte que esté por encima de las clases, ni arte que se desarrolle paralelo a la política o sea independiente de ella. La literatura y el arte proletarios son parte de la causa de la revolución proletaria en su conjunto; son, como decía Lenin, engranajes y tornillos del mecanismo general de la revolución." - Mao Tse-tung

martes, 19 de mayo de 2020

Memorias de un francotirador en Stalingrado

Vasili Záitsev


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Nací en los Urales y pasé la infancia en el bosque, de aquí que los ame tanto y que nunca me pierda en ellos, aunque me resulten desconocidos. En el bosque
aprendí a disparar y a cazar liebres, ardillas, zorros, lobos y cabras salvajes. Mi padre era silvicultor. Teníamos por costumbre salir a cazar en familia: mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y yo. Aún hoy, mi madre, que es una mujer anciana y necesita gafas para ver, cuando oye que un urogallo se posa sobre un abedul, sale a matarlo para después desplumarlo y cocinarlo.
Tengo una hermana pequeña, y mi hermano y yo decidimos un día hacerle un abrigo de piel de ardilla. Yo tendría unos doce años y mi hermano menos aún. Nuestro padre nos había enseñado a cazar ardillas. Es todo un arte: la ardilla debe cazarse con un solo perdigón; si se le dispara una carga entera, se corre el peligro de estropear la piel. Matamos unas doscientas ardillas y con ellas hicimos el abrigo para nuestra hermana.
Cuando tenía algo más de catorce años —en 1929—, mis padres entraron a formar parte de un koljós (una granja colectivizada) y nos trasladamos al asentamiento de Eleninski, en el distrito de Agapovski de la región de Cheliábinsk. Durante el invierno fui al colegio, y en verano me dediqué al pastoreo.
Quería estudiar mucho. Mientras cuidaba del ganado, ataba el caballo con una cuerda larga y me tendía entre los arbustos a leer los libros del colegio. Cuando llegó de nuevo el invierno, me fui a estudiar a un instituto técnico. Por entonces no me estaba permitido elegir dónde estudiar; ojalá hubiera podido elegir… Lo que más deseaba era ser piloto, pero ingresé en una escuela técnica de construcción. Y así empezó todo. En la escuela técnica me inscribí al Komsomol, estudié, obtuve excelentes calificaciones y recibí premios en todos los cursos.
Durante mi formación construimos los dos primeros altos hornos de Magnitogorsk. Comencé como asistente, y más tarde pasé a técnico. Durante el tiempo que estuve trabajando ahí, me interesé por la profesión de contable y me matriculé en un curso de formación. Al terminar el curso, me enviaron a la ciudad de Kizil, donde trabajé tres años como contable en la Unión de Consumidores del Distrito. El trabajo era de mi agrado: tranquilo e independiente, requería agilidad mental, precisión y, sobre todo, me enseñó mucho de la vida.
En 1936, el Presídium del Comité Ejecutivo del Distrito del sóviet de la ciudad me nombró inspector de seguros, cargo en el que me desempeñé hasta que fui llamado a filas.
Como recluta afiliado al Komsomol, me enviaron a prestar servicio en la flota del Pacífico, en Vladivostok. Es esta una ciudad peculiar; al principio me causó una
mala impresión. Me pareció muy distinta de las ciudades de los Urales, como Sverdlovsk, Cheliábinsk e incluso Shádrinsk. No obstante, tras un tiempo de residir en ella, le tomé gusto. Cuando acabe la guerra, solicitaré sin duda el traslado a Extremo Oriente. Estaría encantado con prestar servicio ahí el resto de mi vida. Es una zona que me gusta, la naturaleza es muy interesante y hay muchos bosques.
Ya en Extremo Oriente, me gradué con honores en la Escuela Económica Militar Regional y ocupé varios cargos navales y económicos en la flota del Pacífico hasta el otoño de 1942.
Cuando los alemanes empezaron a acercarse al Volga, un grupo de marineros —todos miembros del Komsomol, como yo— presentaron una solicitud ante el Consejo Naval para ser transferidos a la defensa de Stalingrado. La iniciativa partió del comisario de mi base, un bolchevique de primera hora llamado Naiánov. De joven había trabajado en la región del Volga, en el Comisariado Popular de Industrias Pesqueras, y siempre se acordaba de esa zona como yo me acordaba de los Urales. La petición de nuestro grupo de miembros del Komsomol fue recibida de forma favorable, y no tardamos en organizarnos y partir hacia el oeste. El 6 de septiembre llegamos a la ciudad de N., en los Urales, muy cerca de mi población natal. Ese mismo día nos enrolamos en la división de infantería del coronel Batiuk, y al día siguiente nos trasladaron de un tren de tropas a otro para dirigirnos a Stalingrado. Así pues, rodeamos los Urales.
Por el camino nos dedicamos a estudiar. Recuerdo que ahí aprendí a accionar una ametralladora: tras colocar una en la litera superior, un operador se sentó a mi lado y me mostró su funcionamiento.
En el tren se me ofreció el puesto de comandante de un pelotón de finanzas. ¡Dejar de trabajar en el sector económico para volver a lo mismo! Pensé: los compañeros están luchando, yo también quiero luchar, luchar de verdad, y solicité el ingreso en una compañía de fusileros.
Llegamos a Stalingrado el 21 de septiembre. La ciudad entera era pasto de las llamas, y los combates aéreos se sucedían desde la mañana hasta entrada la noche. Uno tras otro, los aviones se incendiaban y caían. Desde la ribera del Volga vimos alzarse varias lenguas de fuego que poco después convergieron en una gigantesca bola de fuego. Vimos caminar y arrastrarse a los soldados heridos que eran trasladados a la otra orilla del Volga. Todo ello causó en nosotros —recién llegados de tan lejos— una impresión sobrecogedora. Limpiamos las armas, calamos las bayonetas y esperamos la orden, listos para pasar a la acción.
El 22 de septiembre hicimos acopio de munición, reptamos hasta el Volga y zarpamos hacia la ribera opuesta. Llevábamos con nosotros morteros y ametralladoras. Tomamos posiciones en la orilla izquierda del Volga.
Los alemanes ocupaban la ciudad en ese momento. Nos descubrieron y abrieron fuego con los morteros. En nuestro sector había doce depósitos de gasolina. De pronto, seis aviones enemigos cayeron sobre nosotros y empezaron a bombardearnos. Los depósitos de gasolina explotaron y la gasolina nos salpicó. La ropa prendió fuego y nos arrojamos al Volga. Muchos de nosotros nos quedamos con solo la camiseta de marinero, otros iban desnudos, pero no importaba: nos envolvimos con lonas, tomamos los fusiles y seguimos adelante con el ataque. Expulsamos a los alemanes de la planta Metiz y la planta de procesamiento de carne, y mantuvimos la posición. Más tarde, los alemanes volvieron a avanzar, pero repelimos todos sus ataques.
Después de las primeras batallas, el comandante del batallón me nombró su ayuda de campo. Cierto día, una de nuestras subunidades tuvo problemas en la cañada de Dolgi y empezó a perder terreno. El comandante del batallón me dio la orden de contener la retirada y reforzar la línea del frente. Cumplí la orden: la subunidad atacó, rechazamos a los alemanes y retrasamos su avance. Tras esa batalla me impusieron la medalla al valor.
En octubre ocurrió otro acontecimiento importante en mi vida: el Komsomol me concedió el ingreso en las filas del Partido Comunista.
Por entonces, nuestra posición era terriblemente difícil. Los alemanes nos habían rodeado, nos empujaban hacia el Volga y nos atacaban con obuses y bombas. Cada día nos sobrevolaban varios aviones. A la vista de la situación, muchos de nosotros creímos que no teníamos muchas posibilidades de sobrevivir, pero no hablábamos de eso. Todos sentíamos un profundo odio hacia los alemanes. No hay palabras para describir su vileza.
Un día vimos a varias mujeres jóvenes colgadas de sogas en un jardín. Otro día, los alemanes arrastraban a una joven por la calle. Un niño corría tras ella gritando: «Mamá, ¿dónde te llevan?». La mujer —no estaba muy lejos— gritaba: «¡Hermanos, socorro, rescatadme!». Pero nosotros estábamos preparando una emboscada y no podíamos permitir que nos vieran. Me duele en el alma recordar ese momento…
Todo hombre capaz de luchar no pensaba sino en matar a cuantos más
alemanes mejor y en infligirles todo el daño posible. No acusábamos la fatiga, aunque a menudo no comíamos desde la mañana hasta entrada la noche, ni dormíamos por varios días. No queríamos dormir; teníamos los nervios en tensión permanente.
Cuando recibí la condecoración, dije: «Para nosotros no hay tierra más allá del Volga, nuestra tierra es esta y la defenderemos». Por eso mis camaradas del Komsomol me pidieron que se lo comunicara al camarada Stalin.
El 5 de octubre estábamos con el comandante de nuestro batallón. El capitán Kótov se acercó a una ventana. Vimos a un alemán en la distancia y el capitán dijo: «¡Mátenlo!». Me llevé el fusil al hombro, disparé y el alemán cayó. Estaba a seiscientos metros de nosotros y lo maté con un fusil corriente. Aquello despertó interés entre mis camaradas. Apareció otro alemán corriendo hacia el que había matado. Mis camaradas me gritaron: «Záitsev, Záitsev, ahí llega otro, mátalo». Volví a agarrar el fusil, disparé y el segundo alemán cayó. Todo el mundo me miró con admiración. Yo mismo estaba sorprendido. Me quedé mirando por la ventana; apareció un tercer alemán reptando en dirección a los dos soldados abatidos. Le disparé a él también.
Dos días después de eso, el oficial al mando, el mayor Metelev, me hizo llegar, a través del comandante de batallón Kótov, un fusil de francotirador con mira telescópica y con mi nombre grabado en la culata. Fusil n.o 2826. El capitán Kótov me lo dio y dijo: «Será usted un buen francotirador. Aprenda a usarlo y enseñe a otros hombres».
Así fue como aprendí a disparar con el fusil de francotirador. Uno de los miembros del Komsomol, el teniente Bolshápov, me ayudó a aprender lo básico. Él fue mi camarada de armas: luchamos codo con codo y vivimos en las trincheras juntos.
El francotirador Kaléntiev también me enseñó cosas. Pasé tres días con él, observando detenidamente su modo de actuar y de utilizar el fusil. Después de eso, llegó el momento de proceder por mi cuenta. Al principio, erraba los tiros: actuaba con prisas y titubeos, pese a ser una persona de natural sereno.
Luchar en la calle, donde el enemigo se encuentra en ocasiones a solo cuarenta o cincuenta metros, no es como luchar en el campo de batalla, donde las distancias son amplias. Muchos de los consejos que nos daban a los francotiradores resultaban ser inútiles. Con todo, los alemanes no tardaron en oír hablar de mí.
Mataba a cuatro o cinco alemanes todos los días. Más tarde empecé a seleccionar a mis alumnos. Al principio, elegí a un grupo de cinco o seis hombres. Los entrené en la fragua de la fábrica Metiz, donde instalamos una galería de tiro. Estudiaban la parte material del fusil en el interior de los conductos de ventilación de la fábrica, que servían bien como refugio; ahí limpiábamos también las armas y poníamos en común las experiencias del día.
Poco después, tenía ya treinta alumnos. La mayoría eran miembros del Komsomol. Yo mismo los seleccionaba, trabé amistad con algunos de ellos y compartí con ellos todo cuanto tenía, ya fueran galletas o tabaco. Cuando las personas ven que se las trata con franqueza, desarrollan cierto apego hacia uno y recuerdan todo cuanto dices. Ellos sabían que yo no los abandonaría llegado el peligro, y yo esperaba que ellos hicieran lo mismo por mí.
Como miembro del buró del Komsomol, tenía que visitar a todas las subunidades; generalmente empezaba por los documentos administrativos del Komsomol y terminaba con la organización del grupo de francotiradores.
En cuanto tuve la certeza de que mis hombres sabían manejar el fusil, me los llevé conmigo a trabajar sobre el terreno. Se acostumbraron a disparar y a inspeccionar el terreno. Un francotirador debe estudiar hasta el último arbusto: dónde crece y cómo es la tierra que lo rodea, cuántas piedras hay y su disposición, qué trinchera está bajo el punto de mira de los alemanes y cuál no. Cuando el francotirador ha estudiado las defensas —las propias y las del enemigo— no hay quien pueda batirlo.
Por la noche reunía a mis hombres en un punto para que pudieran intercambiar impresiones. Cuando los francotiradores hablan entre ellos tras una misión, aprenden más con una hora de conversación que con un mes de paz.
Fue en una de estas ocasiones, por ejemplo, cuando el miembro del Komsomol, Lomako, dijo: «Hoy he fallado tres tiros; he disparado tres balas desde la misma distancia y no he dado en el blanco ni una sola vez».
El comentario me llamó la atención, así que al día siguiente fui con Lomako al lugar desde el que había disparado. Era la chimenea de una fábrica. Nos apostamos a una altura de diez metros. Un alemán pasó por abajo; le disparé, pero siguió caminando como si nada, sin siquiera apretar el paso. No volví a disparar. Bajé el fusil y pensé: «Si hubiera disparado demasiado alto, el alemán se habría agachado; si la bala le hubiera pasado por delante, se habría detenido. Pero el alemán
había seguido caminando sin inquietud aparente, lo cual indicaba que había un ligero desplazamiento en el visor y que la bala, en lugar de dirigirse a su objetivo, se estrellaba contra el suelo». Desplacé el visor una posición. Lomako y yo nos quedamos esperando a que apareciera otro alemán. Por fin llegó uno; disparé, y cayó.
Así pues, el problema quedó resuelto y, a la siguiente reunión, les dije a los muchachos: «Nueva lección: si estáis más altos que el enemigo, usad un visor pequeño. Si estáis más bajos que el enemigo, usad un visor grande». En realidad, quizá fuera una regla archisabida, pero para nosotros era una novedad.
La experiencia nos enseñó otra regla: elegir la posición de tiro allá donde el enemigo cree que no es posible establecerla. También se requería habilidad a la hora de camuflarse: cuando uno escala una chimenea, debe mancharse con hollín y mimetizarse con la chimenea; si está junto a una pared, sus ropas deben ser del mismo color que esta.
En la sección de nuestro regimiento, por ejemplo, había una casa quemada. De la casa quedaba poco más que la cocina y la chimenea. Me tendí detrás de la cocina y abrí una tronera en la chimenea. Los alemanes, por supuesto, no iban a sospechar que un francotirador ruso fuera a ocultarse ahí dentro. Desde ahí, sin embargo, tenía una buena vista de las dos entradas a sus refugios y de un edificio de tres alturas. Desde esa chimenea maté a diez alemanes.
Es cierto que también sufrí, pero fue culpa mía; estaba harto de arrastrarme y decidí disparar las diez balas desde el mismo lugar. Los alemanes terminaron por localizarme y me dispararon un morterazo. El fusil se me rompió y cayó sobre mí una lluvia de ladrillos. Las piernas se me quedaron enterradas bajo los escombros y pasé dos horas inconsciente. Cuando volví en mí, aparté los ladrillos y saqué las piernas, pero las botas se me quedaron debajo de la cocina porque me iban grandes, una talla cuarenta y cinco. Me envolví los pies con un paño y me colgué la correa del fusil al cuello. Quería salir de ahí, pero me disgustaba tener que dejar las botas. Antes que yo las había llevado el comandante de batallón Skáchkov; tenían un gran valor para mí. Pensé: «Si me matan, pues bien, al diablo con ellos, pero no pienso dejar aquí las botas del comandante. ¡Ay, si llegara a ponérselas uno de esos granujas alemanes!». Empecé a retirar ladrillos de la cocina hasta que por fin pude recoger las botas y, con ellas en las manos y cubierto de hollín, corrí descalzo por la calle. Llegué adonde estaban mis camaradas, que riendo dijeron: «Valdría la pena sacarte una foto tal y como estás».
Desde entonces, mis alumnos y yo cambiamos de estrategia: empezamos a disparar desde distintos lugares. No disparábamos más de dos o tres tiros desde la misma posición e intentábamos disponer cuantas posiciones falsas pudiéramos.
Los alemanes lograron establecer un nido de ametralladoras en un fortín de tierra de la colina Mamáiev. Nos impedían maniobrar e ir de un sitio a otro para llevar comida o munición a nuestros soldados. El comandante nos encomendó la tarea de echarlos de ahí. La infantería había atacado las ametralladoras en varias ocasiones, fracasando invariablemente. Dos de los francotiradores de mi grupo fueron enviados ahí, pero fracasaron también y resultaron heridos. Entonces el comandante del batallón me ordenó que fuera yo en persona y que llevara conmigo a otros dos francotiradores. Así lo hicimos: partimos hacia esa zona, recorrimos toda la línea de defensa y, gracias a los agujeros de bala, descubrimos que había otro hombre que mantenía a raya nuestros hombres.
Nos ocultamos en una trinchera. En cuanto levanté un casco por encima de la trinchera, hubo un disparó y el casco cayó. Supe que nos enfrentábamos a un francotirador experimentado. Había que localizar su posición. Era difícil porque, si alguien se asomaba, el alemán lo mataría, de modo que había que engañarlo, vencerlo con el ingenio, es decir, hallar la táctica adecuada.
Lo busqué durante cinco horas. Por fin se me ocurrió una idea: me quité un guante, lo coloqué sobre un tablón de madera y lo asomé por encima de la trinchera. El alemán disparó. Por la dirección del agujero, determiné la posición desde donde disparaba. Una vez que se ha determinado la posición del enemigo, hay que instalarse en un lugar cómodo y esperar, pero el enemigo no debe saber nunca desde donde piensan dispararle.
Saqué un periscopio de trinchera y me puse a observar. ¡Por fin vi al francotirador alemán! Nuestra infantería estaba avanzando, solo les faltaban treinta metros para llegar al fortín. En ese momento, el alemán se alzó un poco para mirar y bajó el fusil. Al mismo tiempo, salté de la trinchera, me erguí y alcé el fusil. Mi audacia lo dejó desconcertado. Trató de agarrar el fusil, pero yo disparé primero. Le disparé una bala sagrada rusa. El alemán dejó caer el arma.
Empecé a disparar contra la tronera del fortín para que los alemanes no pudieran accionar la ametralladora. En ese momento, nuestra infantería alcanzó el fortín y lo capturó sin sufrir bajas. He aquí un método tácticamente correcto: engañar al enemigo y cumplir la misión sin sufrir una sola baja.
No se tarda mucho en matar a un alemán. Todos nuestros hombres son buenos tiradores, pero los alemanes no son estúpidos. Saben camuflarse y utilizar las trincheras. Cavan con profundidad y rara vez asoman la cabeza. Engañarlos, hallar el modo de burlarlos y localizarlos, es una tarea sumamente complicada. Solo un francotirador perseverante e ingenioso puede lograrlo. Incluso acuñamos un proverbio: «Para matar a un alemán, primero hay que engañarlo». El modo de proceder es el siguiente: subir a la chimenea más alta o cualquier otro lugar cómodo y ver dónde se encuentran los alemanes; luego, elegir una posición de disparo, y no solo una, sino varias; después, paralizar al enemigo con fuego para impedir que haga un solo movimiento. Durante el día, los disparos no se ven y nunca sabes desde dónde vienen las balas, por lo que hay que actuar de noche.
En cierta ocasión, los francotiradores alemanes se apostaron en una colina. Acercarse a ella fue arduo. Nuestra infantería lo intentó dos o tres veces, pero no supo determinar dónde se encontraban, de modo que no pudo despejar la vía de acceso a la colina.
Acudí al lugar a las cinco de la madrugada, acompañado por los soldados del Ejército Rojo Kúlikov y Dvoiashkin. Todavía estaba oscuro. Agarramos un palo en cuya punta atamos otro para que formaran una cruz y los envolvimos con un paño blanco para obtener la forma de una cara. Liamos un cigarrillo largo de majorka y se lo insertamos en la boca. Tras ponerle un casco y un abrigo de piel, lo asomamos. Un francotirador alemán vio a un hombre fumando un cigarrillo y disparó. Cuando se dispara en la oscuridad, pueden verse las chispas del fusil. De este modo logramos localizar al francotirador. Cada vez que Kúlikov hacía aparecer al «hombre» por la trinchera, el alemán disparaba. Tras el disparo, Kúlikov bajaba el palo y volvía a asomarlo. El alemán pensaba que el «hombre» todavía no estaba muerto y disparaba de nuevo. Mientras los alemanes trataban de dar caza al «francotirador» ruso, pude localizar los fortines desde los que nos disparaban. No contrarresté su fuego, sino que me limité a establecer su posición y a comunicárselo a nuestra artillería antitanques, que fue la que se encargó de destruir los nidos de los francotiradores.
También manteníamos una buena relación con los destacamentos de la artillería de asalto. Un buen ejemplo de ello fue lo ocurrido el 17 de diciembre. El comandante nos encargó volar un puente de hormigón armado. Tratamos de volarlo, pero sin éxito: todos nuestros ataques fracasaron. Aunque nos encontrábamos a una distancia mínima, el puente no caía ya que el hormigón tenía seis metros de anchura. Nuestros obuses impactaban en él, pero dejaban una muesca y nada más. Así que tres de mis hombres y yo nos dirigimos a hurtadillas al flanco —o mejor dicho, la retaguardia— de los alemanes.
Entramos reptando en una casa derruida. Cuando nuestros grupos de asalto atacaron, los alemanes salieron corriendo de los refugios para arrojarles granadas. Entretanto, nosotros les disparábamos. Cuando nos vieron, apuntaron una ametralladora hacia nosotros, pero logramos abatir a la dotación. Entre cuatro matamos a veintiocho alemanes en menos de dos horas. Gracias a ello, nuestras tropas de asalto lograron ocupar el puente fortificado.
Hablaré ahora de mi misión más memorable. No recuerdo la fecha exacta. Los alemanes traían refuerzos, y yo me encontraba en un puesto de observación en compañía de mi comandante. Un mensajero llegó corriendo y dijo: «Se ha detectado movimiento alemán en el sector de observación. Están a punto de recibir tropas de refresco».
Mis hombres y yo fuimos a vigilar la llegada de los refuerzos. Éramos solo seis. Nos instalamos en las ruinas de una pequeña casa. Los alemanes marchaban en formación. Los dejamos acercarse hasta unos trescientos metros de nosotros y entonces empezamos a disparar. Había unos cien alemanes. Los cogimos por sorpresa y se detuvieron. Uno de ellos cayó, luego otro, luego un tercero. Se tardan dos segundos en disparar, y los fusiles SVT usan cargadores de diez balas. En cuanto se aprieta el gatillo, el arma se carga y expulsa el casquillo anterior. Matamos a cuarenta y seis alemanes. He aquí la importancia del papel de los francotiradores en la defensa de Stalingrado.
En las calles de la ciudad, nuestros propagandistas divulgaban proclamas como: «Si quieres vivir, mata a un alemán», «Di a cuántos alemanes has matado y te diremos cuán buen patriota eres». La destrucción de las fuerzas alemanas se había convertido en un fin honorable, y hasta el último soldado del Ejército Rojo no hacía más que ir en su busca. Quienes mataban a más alemanes eran los más respetados entre sus camaradas.
El agitador capitán Rakitianski, uno de los preferidos entre la tropa, podía pasarse el día entero con el fusil en la mano, ya fuera en una trinchera como en lo alto de un tejado, a la espera de un alemán. Nada más avistarlo, lo mataba y volvía a esperar a que apareciera otro. ¡Eso sí es ser un buen agitador!
He matado a 242 alemanes, incluidos más de diez francotiradores enemigos. Siempre he tenido la convicción de que soy más astuto y fuerte que los alemanes, y de que mi fusil dispara con mayor precisión que un fusil alemán. Conservo la calma en todo momento, y por eso nunca siento miedo de los alemanes.

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